La Residencia Santa Teresita presenta su candidatura a los premios supercuidadores 2016 con un relato que nos habla de la importancia de los recuerdos y como plantear el traslado a un centro de mayores sin que tu vida sea guardada en una maleta.
Desdiciendo a Sabina
Llevo con él desde hace ya muchos años, desde que las fotografías -y la
vida en general- eran lujos grisáceos en España; desde que El Guerrero del
Antifaz ocupaba los corazones de los niños y en los patios se jugaba imitando
las recordadas hazañas de Manolete bajo un cielo de anhelos.
En concreto, estamos juntos desde aquel 13 de octubre de 1946 cuando,
con 11 años, y de la mano de sumadre, vino de un pequeño pueblo de la meseta
castellana a la capital, pisando, por vez primera, el claustro del colegio de
los Jesuitas, donde ya se quedaría interno.
En aquella plaza de
Santa Cruz, maduró su infancia y pasó de reconocer el grajo de la torcaz y de
trastear entre aperos de labranza, a saberse todas las triquiñuelas de los
chicos de pueblo, que eran, de largo, más listos que los de ciudad. Precisamente,
de su madre heredó esa astucia innata que despuntaba ya a la hora de jugar al
hinque o a las tabas, y que le ha acompañado hasta el día de hoy. También de
ella heredó esos ojos que aún brillan cuando los nietos asoman por la puerta de
su habitación.
Son tiempos pretéritos, pero hasta donde alcanza mi ya vetusta memoria,
juntos hemos vivido el inevitable paso del tiempo: Desde la vida en los
Jesuitas, a nuestro día a día en la residencia, pasando por los años de la
universidad con aire yeyé,el primer trabajo estable, la aparición de Maribel en
nuestras vidas y la boda en El Henar, con su posterior viaje a La Toja, la
llegada de los hijos así como de los nietos…, vaya, que siempre he ido de su
mano, pasara lo que pasara.
Sin embargo, ese mismo tiempo que ha sido testigo de nuestras vidas
pareció convertirse, también, en verdugo de nuestra relación. Los hijos de
Antonio y Maribel optaron, hace ya 3 años, por enviarles a una residencia. En
concreto, a Santa Teresita, situada a pocos kilómetros de Valladolid y, cual
península, rodeada del mar de Castilla por todas partes menos por una: el
portón de entrada. Para Antonio, cuya
memoria juega con él al despiste, levantarse y ver los campos de cebada es
recordar tiempos de una niñez enjuta y, no obstante, feliz, muy feliz.
Cuando Miguel, el mayor de los hijos y portavoz del resto, comunicó la
noticia del traslado, supuse que había llegado mi jubilación, mi retiro y, casi
con seguridad, mi total abandono. ¿Quién, aparte de Antonio, iba a querer una
maleta vieja como utensilio de viaje? Con suerte, pasaría a engrosar la lista
de antigüedades como ya lo hicieran el molinillo de café o la vieja plancha de
hierro de la abuela Martina.
Di por sentado que una vez instalados en la habitación de Santa
Teresita, no habría mucha opción a más aventuras así que me preparé para el
último viaje con Antonio y, después, el final. Sin embargo, mi carrera como
profeta no tuvo mucho recorrido. Al llegar a nuestro nuevo destino, nos
anunciaron que nada de maletas repletas, nada de llevar todas las pertenencias
del familiar en un solo viaje, nada de llegar, dejar y marcharse.Nada, en resumen,
que significara una despedida definitiva.
Aún tengo fresco en la memoria cuando en el despacho, junto a
la entrada, Eva y su hermano Ramón, nuestros nuevos “caseros”, se afanaban en
explicar a los hijos de Antonio y
Maribel que éstos no eran como el molinillo de café o la plancha de hierro de
Martina, susceptibles de ser dejados en el trastero; que Santa Teresita estaba
lejos de ser un mero punto de encuentro o un lugar de recogida, que allí se
funcionaba con una matemática simple: la del amor como único denominador común.Y
he aquí, que yo empecé a cobrar un protagonismo especial.
La primera regla en esta nueva aventura era que estaban
prohibidas las mudanzas definitivas con maletas repletas de enseres de Antonio
y Maribel.Que esta nueva etapa no significaba un “adiós”, un “ya nos veremos”,
sino que habría de ser un traslado progresivo y constante, pues el amor tiene
esas cosas: progresión y constancia.
Cuando oyeron esto,
los hijos empezaron a hacer cábalas sobre qué traer, cuándo, quién y en qué
maleta y, en medio del debate, el hilillo de voz de Maribel sonó como un trueno
en una tormenta de verano: “A vuestro padre solo le gusta viajar con su maleta,
así que nada de comprar trastos nuevos”.En ese momento, me pareció atisbar una
sonrisa cómplice en Antonio quien pronto me agarró del asa dejando clara su
elección.
Semana sí y semana también, ya sea con Miguel, Mariano,
Isabel, Mª Ángeles, Chus o Cayetano, los hijos de Antonio, vuelvo a Santa
Teresita portando en mi interior algo más que sus enseres,los mismos que
Maribel ordena con mimo en la habitación de la pareja.
A día de hoy, setenta años después de nuestro primer
encuentro, Antonio y yo revivimos ese 13 de octubre cada semana. A doña Irene
le sustituyeahora Maribel, y los Jesuitas son la residencia Santa Teresita. Ya
no son las de Manolete, sino las de Antonio, las hazañas que se recuerdan en
cada encuentro con los nietos y yo, sigo a su lado porque, desdiciendo al
maestro Sabina, compañero también de muchos viajes, este adiós SÍ maquilla un
hasta luego.
El equipo de Santa Teresita
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